martes, 21 de agosto de 2018

Entre aeropuertos



Tengo la sensación de haber vivido una y otra vez la misma escena, como en la película de "el día de marmota", lo único que cambia es que mis hijos cada vez son más grandes. El resto sigue siendo igual: mismas maletas, mismos aeropuertos, mismas fechas, mismos sentimientos.
Me gusta viajar, me encanta.
Disfruto planificando la ruta, reservando vuelos, leyendo guías o blogs correspondientes, preparando la maleta con los pollos. Me gusta.
Pero no sé que me pasa, y con los años  y la experiencia en lugar de mejorar va a peor, que 24 horas antes de zarpar me entra el canguelo. Si el padre de las criaturas va en el pack de viaje me relajo un poco más, pero si voy yo sola con los cachorros se mete en mi cabeza la frase que tantas veces oí a mi abuela:"pero quien te manda a tí ir a ningún lado, con lo bien que se está en casa. Es que esta chica es un culo inquieto". Y me acuerdo de mi doña Fran y pienso, ¡ay que razón tienes abuelica!, ¿quién me mandaría a mí?, ayúdame un poquito, por favor.
La operación maletas no me preocupa, los pollos suelen hacer la suya y si hay que llevar algo concreto, lo preparo con gusto. Las peso, las repeso, y dejo algo de margen para imprevistos de última hora y no infartar al padre de mis hijos cuando la máquina dice que nos hemos excedido de peso.
Solemos ir con poco equipaje, si al final siempre nos ponemos lo mismo, algo de repuesto y el resto del espacio suele ir destinado a las viandas que viajan con nosotrxs: del Norte al Sur, somos embajadorxs de la dieta nórdica y del Sur al Norte promocionando los productitos de la tierra.
Pero volviendo al viaje: el día previo a salir, sobre todo si es un vuelo, las fieras huelen mi nerviosismo y también se inquietan. Todxs intentamos disimular pero la tensión se huele, ellos hacen tonterías y yo salto a la mínima.
Luego llegan las horas previas al vuelo, cuando les da por preguntar miles de cosas sobre las maletas, lo que va dentro, lo que se queda, lo que vamos a hacer, quien lleva cada cual, donde está aquel muñeco diminuto de lego que me quería llevar o cualquier otra cosa que para mí es una chorrada pero para ellos es importante. Ese es el momento que más me cuesta, porque tengo que hacer un esfuerzo sobre humano por sonreír y no transmitirles mi estado, que si las fobias y los miedos se aprenden por observación, las neuras absurdas de una madre también.
Una vez en el aeropuerto los momentos de tensión puede ser varios:
- La facturación, que la mayoría de las veces es autoservicio y aún siendo enemiga de las maquinas no me queda otra que hacerlo. Maquinita, datos del vuelo y a imprimir tarjetas de embarque demás.
- Luego está el control policial, prueba superada, sobre todo ahora que ya he aprendido que tengo que sacar además de los aparatos electrónicos el queso y la masa de empanadillas "la cocinera".Además los pollos saben perfectamente como manejarse y lo colocan todo fenome.
- La espera en la puerta de embarque, si no fuese por mis hijos (que cuando quieren son unos
benditos) se me haría eterna, sobre todo cuando las azafatas empiezan a inspeccionar cuantos bultos lleva cada miembro del pasaje. Y es todo un absurdo, pues prisa no hay ninguna por subir, que hay sitio para todxs. Yo creo que la culpa la tienen aquellos cines de la infancia con la entrada no numerada, jajaja.
Pero mis pollos, ajenos a todo, allá donde van montan su timba a pie de mostrador, con cartas, juegos de dados, o construcciones varias. Felices en su mundo de yupi.
Yo, hasta que no estamos todoxs sentadxs y con los cinturones puestos, no me quedo tranquila.

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