Tengo la sensación de haber vivido una y otra vez la misma
escena, como en la película de "el día de marmota", lo único que
cambia es que mis hijos cada vez son más grandes. El resto sigue siendo igual:
mismas maletas, mismos aeropuertos, mismas fechas, mismos sentimientos.
Me gusta viajar, me encanta.
Disfruto planificando la ruta, reservando vuelos, leyendo
guías o blogs correspondientes, preparando la maleta con los pollos. Me gusta.
Pero no sé que me pasa, y con los años y la experiencia en lugar de mejorar va a
peor, que 24 horas antes de zarpar me entra el canguelo. Si el padre de las
criaturas va en el pack de viaje me relajo un poco más, pero si voy yo sola con
los cachorros se mete en mi cabeza la frase que tantas veces oí a mi abuela:"pero quien te manda a tí ir a ningún
lado, con lo bien que se está en casa. Es que esta chica es un culo
inquieto". Y me acuerdo de mi doña Fran y pienso, ¡ay que razón tienes abuelica!, ¿quién me mandaría a mí?, ayúdame un
poquito, por favor.
La operación maletas no me preocupa, los pollos suelen hacer
la suya y si hay que llevar algo concreto, lo preparo con gusto. Las peso, las
repeso, y dejo algo de margen para imprevistos de última hora y no infartar al
padre de mis hijos cuando la máquina dice que nos hemos excedido de peso.
Solemos ir con poco equipaje, si al final siempre nos
ponemos lo mismo, algo de repuesto y el resto del espacio suele ir destinado a
las viandas que viajan con nosotrxs: del Norte al Sur, somos embajadorxs de la
dieta nórdica y del Sur al Norte promocionando los productitos de la tierra.
Pero volviendo al viaje: el día previo a salir, sobre todo
si es un vuelo, las fieras huelen mi nerviosismo y también se inquietan. Todxs
intentamos disimular pero la tensión se huele, ellos hacen tonterías y yo salto
a la mínima.
Luego llegan las horas previas al vuelo, cuando les da por
preguntar miles de cosas sobre las maletas, lo que va dentro, lo que se queda,
lo que vamos a hacer, quien lleva cada cual, donde está aquel muñeco diminuto
de lego que me quería llevar o cualquier otra cosa que para mí es una chorrada
pero para ellos es importante. Ese es el momento que más me cuesta, porque
tengo que hacer un esfuerzo sobre humano por sonreír y no transmitirles mi
estado, que si las fobias y los miedos se aprenden por observación, las neuras absurdas
de una madre también.
Una vez en el aeropuerto los momentos de tensión puede ser
varios:
- La facturación, que la mayoría de las veces es
autoservicio y aún siendo enemiga de las maquinas no me queda otra que hacerlo.
Maquinita, datos del vuelo y a imprimir tarjetas de embarque demás.
- Luego está el control policial, prueba superada, sobre
todo ahora que ya he aprendido que tengo que sacar además de los aparatos
electrónicos el queso y la masa de empanadillas "la cocinera".Además
los pollos saben perfectamente como manejarse y lo colocan todo fenome.
- La espera en la puerta de embarque, si no fuese por mis
hijos (que cuando quieren son unos
benditos) se me haría eterna, sobre todo
cuando las azafatas empiezan a inspeccionar cuantos bultos lleva cada miembro
del pasaje. Y es todo un absurdo, pues prisa no hay ninguna por subir, que hay
sitio para todxs. Yo creo que la culpa la tienen aquellos cines de la infancia
con la entrada no numerada, jajaja.
Pero mis pollos, ajenos a todo, allá donde van montan su
timba a pie de mostrador, con cartas, juegos de dados, o construcciones varias.
Felices en su mundo de yupi.
Yo, hasta que no estamos todoxs sentadxs y con los
cinturones puestos, no me quedo tranquila.